La historia de la alimentación y el ingenio humano en el Perú está íntimamente ligada a los molinos de piedra. Esta técnica, que no es exclusiva de una cultura, se remonta al Neolítico, cuando nuestros ancestros pasaron de ser cazadores-recolectores a agricultores. Los primeros molinos eran muy básicos: una piedra cóncava («pasiva») sobre la que se machacaban los granos con otra más pequeña («activa»). En las culturas andinas, esta práctica evolucionó en el batán o maray, una gran piedra de moler que se usaba a menudo por mujeres, arrodilladas, para triturar el grano con una piedra de mano.

Con el tiempo, la tecnología se perfeccionó, especialmente con la llegada de los molinos rotatorios. Estos ingeniosos molinos funcionaban con dos piedras circulares. La inferior, conocida como solera, se quedaba quieta, mientras que la superior, o volandera, giraba sobre ella. Los granos se vertían en el centro de la volandera y, a medida que giraba, las ranuras talladas en ambas piedras los trituraban, expulsando la harina por los bordes. En el Perú, esta técnica se hizo aún más sofisticada. Muchos de los molinos más grandes se construyeron cerca de ríos o arroyos, usando la fuerza del agua para mover una rueda hidráulica. Este sistema permitía una producción de harina a gran escala, vital para alimentar a comunidades enteras.

En lugares como Cajatambo, estos molinos hidráulicos eran el corazón de la vida diaria, un testimonio de la sabiduría de nuestros ancestros. La imagen del antiguo molino que vemos nos susurra historias de trabajo arduo y de la vitalidad que había a su alrededor. Sin embargo, su destino nos cuenta también una lección triste: la de un pasado que a veces se pierde por la indiferencia. Este molino fue dañado por la fuerza de un huayco, un recordatorio de que la misma naturaleza que nos da tanto también puede arrebatarnos. Por falta de mantenimiento, el molino quedó en el olvido, y el río se encargó de borrarlo, dejándolo como una ruina que ahora es parte de su lecho.

Es fácil ver estos restos y pensar que son solo piedras rotas. Pero en realidad, estamos viendo cómo una parte de nuestra historia y nuestra identidad se desvanece. La desaparición de estos molinos y el conocimiento detrás de ellos nos deja un vacío. Es crucial que nos detengamos a reflexionar sobre la importancia de preservar estos legados. Al hacerlo, no solo honramos a nuestros antepasados, sino que nos inspiramos en su resiliencia y su ingenio.

El futuro no tiene por qué borrar el pasado. Al contrario, nuestra historia es una fuente inagotable de inspiración. Si valoramos estos antiguos sistemas, podemos encontrar en ellos la sabiduría para crear nuevas tecnologías más sostenibles y en armonía con nuestro entorno. Porque, al final del día, la verdad es simple: NADIE AMA LO QUE NO CONOCE.

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